‘LARGE SUMS OF MONEY’

Por: Iván Cepeda Castro
“El acusado apoyó la elección presidencial de Uribe en 2002, contribuyó con grandes sumas de dinero [‘large sums of money’] para su campaña, y lo hizo porque creía que la paz era importante”.

Así figura en la transcripción oficial de la audiencia realizada en Nueva York, en donde se profirió condena de 31 años de cárcel a alias Don Berna por narcotráfico. Las palabras de la cita textual aparecen en el alegato final de la abogada de Murillo, quien presentó las consideraciones sobre elementos que debían atenuar la pena del acusado. La abogada aseguró que Murillo fue forzado a entrar en la guerra, que ayudaba a su comunidad y que era un “patriota”, pues había enfrentado a las guerrillas y apoyado la campaña de Álvaro Uribe. En el transcurso de la audiencia quedó claro que todo lo que afirmaba la abogada de Murillo contaba con su aprobación.

Estuve en la audiencia en desarrollo de las acciones del Movimiento de Víctimas. El propósito era que donde estuvieran detenidos los jefes paramilitares extraditados se produzca la intervención de las víctimas. La revelación de Don Berna pareciera anunciar las confesiones que vienen, que se comienzan a hacer porque fue traicionado el primer Pacto de Ralito: no el del proceso de desmovilización, sino el que consagraba la alianza con políticos para “refundar la patria”. Los paramilitares cumplieron: entregaron dinero y presionaron a los electores. Los políticos faltaron a su palabra. Temían que los fueran a delatar y que debieran responder por los crímenes de sus socios. La extradición se convirtió en una salida para ocultar sus responsabilidades. Pero tarde o temprano la verdad aparecerá con su contundencia.

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APARATO CRIMINAL

Por: Iván Cepeda Castro
UNO DE LOS ASPECTOS MÁS AVANZAdos de la histórica sentencia proferida por la Corte Suprema de Perú contra Alberto Fujimori es que reconoce expresamente la ejecución de crímenes de Estado que se explican “a partir de la configuración de un aparato de poder organizado en cuya cúspide se encontraba el acusado como jefe de Estado y jefe supremo de las Fuerzas Amadas y Policía Nacional”.

A pesar de que la criminalidad estatal como parte del ejercicio del poder político ha sido un hecho frecuente en la historia, son pocos los fallos judiciales en los que se demuestra la existencia de este fenómeno. Regularmente la tesis de la conformación del Estado, o de dependencias estatales, en sistemas de terror es concebida como algo inverosímil. La denuncia sobre el diseño de planes por altos funcionarios de gobierno, e incluso por el propio jefe de Estado, cuyo propósito es la eliminación de ciudadanos, es vista como una ficción ideológica que pretende deslegitimar el poder soberano. En situaciones de violaciones generalizadas de derechos humanos la sospecha de que los máximos autores de los ilícitos están en la cima del poder es tratada como un desvarío, o como una peligrosa acusación cuyos autores deben ser reprimidos.

Las más de 700 páginas de la sentencia contra Fujimori sustentan la cadena de indicios que prueba cómo surgió el aparato criminal. Durante los años de su gobierno se produjeron cambios estructurales en instituciones del Estado peruano que tenían por finalidad adaptarlas para la perpetración de asesinatos selectivos. Los organismos de inteligencia se transformaron en entidades encargadas de espiar a los opositores políticos, y se conformó a la sombra del poder ejecutivo un grupo paramilitar que llevaba a cabo homicidios, desapariciones forzadas y masacres. Ese aparato se encargaba no sólo de perpetrar los delitos. Su función era también encubrirlos, e incluso legitimarlos socialmente por medio de condecoraciones y ascensos otorgados a los funcionarios involucrados. Dentro de esta jerarquía de poder, la responsabilidad penal de Fujimori fue la del “autor mediato”, es decir, la del encargado de utilizar su influencia para poner en marcha el dispositivo criminal, dirigirlo y contribuir a ocultar ante la opinión pública las actuaciones de las redes criminales.

Desde esta perspectiva específica la condena del ex presidente Fujimori tendrá efectos sobre el contexto colombiano. Poco a poco en Colombia se ha comenzado a reconocer la existencia de la criminalidad cometida por los agentes del Estado. Dicho reconocimiento es aún parcial y débil. No contiene todavía, en forma explícita, la aceptación de que no se trata de actos cometidos por individuos aislados, sino del funcionamiento de instituciones como aparatos criminales. Falta que aquí sean identificados por los jueces los máximos responsables de tales desviaciones de poder: los autores mediatos o directos que han propiciado en nuestro país décadas de abusos y crímenes de Estado.

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El anuncio hecho por las Farc de que liberarán en forma unilateral al cabo Pablo Emilio Moncayo es una nueva demostración de la legitimidad del trabajo de Colombianas y Colombianos por la Paz, liderado por la senadora Piedad Córdoba. También es el resultado de la perseverancia del profesor Gustavo Moncayo. Para que la operación humanitaria que conduzca a esta nueva liberación sea pronta y exitosa, el Gobierno debe brindar todas las garantías necesarias.

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LA NUEVA FASE DE LA ‘LIMPIEZA SOCIAL’

Por: Iván Cepeda Castro
EN MÁS DE 100 MUNICIPIOS Y 20 DE las principales ciudades del país han aparecido panfletos en los que se anuncia el regreso de la “limpieza social” contra jóvenes, prostitutas, drogadictos, delincuentes y homosexuales.

Progresivamente la lista de amenazados se amplía. Ahora incluye también a los miembros de las ‘barras bravas’, los estudiantes y profesores de colegios, así como a los líderes de organizaciones juveniles. Los comunicados afirman: “Le pedimos perdón a la sociedad si caen inocentes”. A pesar de que el director de la Policía, general Óscar Naranjo, considera que se trata de bandas criminales dispersas, a simple vista es notorio que en esta operación nacional se reconocen los métodos utilizados en el pasado por las estructuras paramilitares, encubiertas hoy con nuevos nombres y símbolos. El procedimiento se despliega especialmente en los barrios populares de las grandes urbes y en las zonas en las que las Auc han ejercido control. El plan busca el miedo colectivo mediante acciones en distintas fases. En un primer momento se lanza el rumor de que van a comenzar los actos de “limpieza”, luego se distribuyen los panfletos, se impone el toque de queda a partir de las diez de la noche, y se procede a realizar los asesinatos. De esta forma, muchas zonas de las principales ciudades del país viven ya sometidas a esta nueva etapa de terror social.

En Bogotá, los habitantes de nueve localidades han recibido los comunicados amenazantes. Bajo esta campaña 30 jóvenes fueron asesinados en los meses de febrero y marzo. La última semana hubo dos cortes de fluido eléctrico en algunos lugares de Ciudad Bolívar. Después del primero, en las entradas de todas las casas se hallaron los panfletos, y durante el segundo se presentó una masacre en la que murieron siete jóvenes. Los líderes locales aseguran que en muchos barrios de la capital hay situaciones similares. Su conclusión es que esa clase de acciones no las hace una banda de ladrones, sino un grupo organizado que cuenta con cuantiosos recursos.

Desde hace meses, a través de informes de riesgo, la Defensoría del Pueblo ha venido advirtiendo sobre la gravedad de esta situación. Sin embargo, dado que esos informes no se pueden hacer públicos pues se les ha dado un carácter confidencial, determinadas autoridades impiden que se decrete la alerta temprana para prevenir los crímenes. Ante esa situación de negligencia e inoperancia, la Defensoría Pueblo debería tomar la decisión de comunicar sus informes de riesgo directamente a la opinión pública y permitir de esta forma que al menos se conozca ampliamente lo que está pasando en muchas partes del país.

La mal llamada “limpieza social” hace parte de las operaciones violentas a gran escala propias de sociedades que se internan en procesos totalitarios, en los que se busca despertar en la gente del común el miedo a ultranza que conduce a toda clase de reacciones primarias. En el caso de Colombia, ese ambiente de “depuración” criminal se articula bien con la paulatina consolidación de una institucionalidad cada vez más perversa en la que todas las dependencias del poder público se funden en la voluntad del Ejecutivo. El ambiente de terror y a la vez de fascinación por la mano fuerte de un gobernante arbitrario, corresponde bien al estado anímico que buscan quienes defienden la reelección. Es el ambiente que propicia el apoyo irreflexivo de las mayorías a un poder decadente en tiempos de profunda crisis ética y económica.

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